Muchas y diferentes razones se han atribuido al origen de la corrupción dentro de nuestros sistemas políticos. Sin embargo, debemos dirigir la mirada hacia nuestro rol como ciudadanos y preguntarnos: ¿Nuestra participación en política es genuina y consciente? ¿Somos conformistas al considerar que la corrupción es un asunto sin remedio?.
Empecemos con esta premisa: La corrupción nos afecta a todos.
Este fenómeno social amenaza el desarrollo sostenible, los valores éticos y el sentido de justicia. Cuando éste se presenta en el sector público, priva a los ciudadanos del goce pleno de sus derechos institucionales y humanos.
Inevitablemente, la corrupción acarrea malas percepciones dentro de los ciudadanos respecto a la idoneidad de las Instituciones y sus representantes públicos. De allí se deriva el conformismo y la abstención de muchos por participar en política, lo cual genera la falta de control sobre las acciones estatales y el devenir de nuestros intereses públicos.
Partiendo de esta postura de no acción, es donde adquiere mayor fuerza y validez aquella afirmación que sostiene que la corrupción es un ciclo sin fin. Bien señala Sen (2000) que no es propio de un buen ciudadano delegar todas las responsabilidades a quienes lo representan y aislarse así de sus deberes políticos.
Para lograr cambios favorables en nuestro contexto, debemos mirarnos éticamente hacia una estructura política de participación conjunta entre individuos e instituciones, que se preocupen por el bienestar, crecimiento y desarrollo de su sistema social, donde las responsabilidades y deberes no sean una cuestión reservada a nuestros representantes. De esta manera, podremos dar el primer paso en los peldaños de una democracia justa y garante que transforme nuestra realidad social.
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